Archivo #1: Entre un mar de libros
En una industria tan masificada como la del videojuego, en la que el flujo de lanzamientos es un bombardeo constante de títulos en tal cantidad que una persona adulta funcional es incapaz de abarcar, no hay mayor victoria que la de encontrar, entre todo ese fuego cruzado, una obra capaz de absorberme hasta el punto de hacerme olvidar todo lo demás. Este ha sido justo el caso con el reciente Tiny Bookshop, un juego que te invita a ponerte al frente de una minilibrería ambulante en el pintoresco pueblecito costero de Literia del Mar.
Tiny Bookshop no tiene una jugabilidad que busque la optimización de los recursos ni invertir tiempo y esfuerzo en tareas titánicas que reporten grandes beneficios; aquí no se viene a producir. Al contrario, la gestión es tan sencilla (incluso anecdótica, diría yo) que ha sido entre charla y charla, haciendo recomendaciones de libros o decorando mi librería donde me he entretenido las casi 30 horas que el juego me ha tenido pegado al mando.
Y es que es gracias a esa sencillez que el juego me ha entrado tan bien. Durante el año y medio (tiempo en el calendario del juego) que he pasado con «la librería a cuestas» de aquí para allá, no me he preocupado más que por dejarme llevar y sumergirme de lleno en su narrativa simpática y despreocupada que se basa en disfrutar de las interacciones con los habitantes del pueblo. Porque sí, en Literia lo más importante son las historias; historias cuyos protagonistas son los entrañables y carismáticos personajes que me han acompañado durante toda la experiencia y con los que conecté enseguida, como Harper, una niña muy dulce que se presenta siempre con la ropa mugrienta y churretes en la cara, a la que le encanta alardear de ser una auténtica máquina de devorar libros (ha llegado a leer «¡incluso veintisiete!», tal y como le gusta recordarme) y que de mayor quiere ser arquitecta, espeleóloga o astronauta, según cómo sople el viento ese día; Anne, una estudiante de botánica que aprovecha cualquier oportunidad para aportar un toque verde a mi negocio y que siempre tiene tiempo para leer una novela romántica o dos, o Tilde, una señora adorable con debilidad por las novelas policiacas y que se desvive por compartir conmigo toda la sabiduría que ha adquirido durante tantos años en el desempeño de sus funciones como librera del pueblo, ahora jubilada.
Me encanta ser capaz de recordar todos estos detalles y muchos más porque los habitantes de Literia están llenos de vida y de sueños y, tal y como ocurre con las personas en la vida real, conocer a alguien a fondo supone un ejercicio de interés, dedicación, paciencia y empatía. Al final, se crean poderosos lazos que en el caso del juego trascienden la mecánica de venta de libros para evolucionar y convertirse en algo más, que es buscar la excusa perfecta para querer charlar a diario con ellos y que me cuenten cómo les va la vida. Raro sería no querer tenderles la mano cuando acuden a mí con alguna preocupación o que no haya estado deseando que, por ejemplo, Tilde se dejase caer por la tienda para recomendarle algunas novelas nuevas de las que sé que le gustan. Eh, al menos es lo que yo siento, si alguien está muerto por dentro no es mi problema.
El juego también acierta conmigo en cuanto sale a relucir su aspecto más «obsesivo», y es que, en mi caso, pintar y decorar la librería han sido de esas mecánicas que más tiempo me han tenido enganchado, ya no solo por el hecho de que tenga una cantidad ingente de elementos decorativos entre los que elegir, sino porque también aportan un toque estratégico de gestión con el que se puede potenciar la venta de los distintos géneros... y a mí eso me puede. Y por otra parte, sentía una gran satisfacción al ir por ahí en pleno verano con la minilibrería tuneada como si volviese de atracar una tienda de disfraces de Halloween, sin importar que la decoración en sí repercutiera en menores beneficios si mi objetivo era acudir a la playa ese día a ofrecer mi producto. Si, como yo, alguien sufre de cierta hiperfijación con este tipo de mecánicas jugables, entenderá lo fácil que me ha resultado pasarme las horas muertas en busca de la decoración perfecta; esa que no me fastidie el Feng Shui de mi pequeño reino de papel.
Y luego está la otra parte, esa en la que emerge el Tío Gilito que hay en mí y selecciono los accesorios y los libros con la compulsividad y la alevosía necesarias para dejar sin blanca al personal. Que oye, soy buena gente, pero hay que pagar las facturas, y si ellos pueden permitirse gastarse los cuartos en el mercadillo de invierno (que mira que les gusta gastar a los muy jodidos), a mí me pueden financiar la decoración navideña.
Pero bromas aparte, son todos estos aspectos los que hacen del bucle jugable de Tiny Bookshop algo tan entretenido. El juego no se toma realmente en serio ninguna de estas cuestiones porque aquí se viene a gozar y, al contrario que otros títulos dentro del género, al final del día no hay un Tom Nook (mapache bastardo hijo de la gran...) deseando echarle el guante a mis bayas, no hay hipotecas que pagar ni recursos que invertir con cabeza.
A día de hoy el término cozy se utiliza como sinónimo de una experiencia confortable y acogedora (el «estar a gustito», que diríamos) que ha acabado irrumpiendo en la industria del videojuego para acuñarse como nombre de este género de jueguitos «desengrasantes». Pues bien, Tiny Bookshop lo es a niveles estratosféricos. No me considero ningún experto en la materia (aunque suelo explorar el género con frecuencia, especialmente si hay granjitas de por medio), pero puedo afirmar que es de las experiencias más cozy que he podido experimentar y que más tiempo me han tenido obsesionado tanto dentro del juego como fuera de él. Desde su apartado visual pintado a mano con colores de tonos suaves, pasando por sus melodías lo-fi o sus parajes pintorescos y sus preciosos atardeceres, absolutamente todo destila tranquilidad.
Son estas pequeñas porciones de felicidad en forma de juegos las que realmente desengrasan mi mente del «triple A» y otros juegos que exigen toda mi capacidad de concentración. Cuando tengo la suerte de toparme con una experiencia tan fresca y gratificante a la que jugar «de fondo», o que resuena tanto conmigo a todos los niveles, se convierte en un verdadero tesoro, una especie de refugio al que regresar una y otra vez cuando más lo necesito. Son los también llamados «juegos santuario», y a partir de ahora, Tiny Bookshop forma parte de mi cada vez más extensa lista.